Ojito...

Ojito...

No dejen de mirar esas caritas de los niños, ahora ya adultos, por Dios...

viernes, 4 de mayo de 2012

De ladris y policías...

















      

(Como la mierda esta no anda, no sé qué pasa, lo pongo con el twitter longer, dios: http://www.twitlonger.com/show/h9gcct )


    

   Estas situaciones me ocurrieron en capi, hace más o menos, 3 años y medio. 

    Sucedió todo el mismo día, en el transcurso de una hora, en la Avenida de Mayo a una cuadra y media de la plaza de los Dos Congresos. 

   El primer episodio fue cuando yo estaba donde desemboca Av. De Mayo en Rivadavia, en el cordón de la vereda, pronta a cruzar la calle. Cuando escucho a mi izquierda, una seguidilla de voces concatenadas, gritando: Ladrón; ladrón; ladrón…, mientras veo a una viejita compungida a la que le habían afanado su cartera. Estuvo genial ese método, en el que cada persona gritara la palabra: ladrón, como un coro de infinitas melodías que se iba superponiendo uno al otro. Entonces recorrí con mi mirada hacia la derecha, hasta ver al chorro corriendo por la plaza, como loco, y a un policía tocando el pito y empezándolo a seguir. Parecía una peli de EEUU, todos atolondrados gritando, fue una secuencia impagable, hasta que el policía exhausto se cayó, mientras que el ladrón seguía corriendo mal, para enredarse luego con esas rejitas bajas que tiene la plaza, trastabillara y se fuera al carajo de una al piso, donde se le cayó la cartera robada. Aunque enseguida se levantó y subió a la moto que lo estaba aguardando. Yo me acerqué anonadada al cana, y le dije: Deberían acreditar este método para todos los afanos, y además, cada persona, debería tener un silbato colgado cuando sale a la calle… El policía me miró de arriba abajo con cara de extraviado, le devolvió la cartera a la señora, quien no dejaba de agradecerle por no haber hecho nada, y me dijo: Sí, sí, señora, tiene razón…, como a los locos. Yo le volví a insistir con el tema, y por poco me manda a la mierda, diciéndome: Y bueno, entonces, cuélguese el silbato al cuello…, juas, sin palabras.

   El segundo episodio ocurrió minutos después, cuando regresaba al hotel. Ya habían afanado el quiosco de en frente, y la cana había actuado, (¡Hip hip, hurra!). Se encontraban cinco tipos tirados boca abajo con sus manos esposadas a la espalda, en plena esquina de La Continental, la policía a su alrededor, y la gente, también. Era tremendo ver semejante cuadro dantesco, mientras uno de los chorros puteaba de arriba abajo a los uniformados, y las personas, incluyéndome, también a ellos. Entonces le grité, indignada: ¿Qué queres, pelotudo, que también te paguen una cena?, a la vez que el delincuente daba vuelta su cabeza para reputearme sin asco, juas.

   El tercer episodio, todos al hilo, fue 45 minutos después, cuando salía de la habitación para hablarle a mi vieja por el fono público a contrareembolso, en la puerta del hotel. Estaba en lo mejor de la charla, por esos teléfonos grandotes y panzones o cabezones, cuando escucho a mi izquierda a un señor gritar: Nooooooooooooo… Miro para ese lado y observo a un hombre hecho percha. Sigo la línea conductora de su mirada, y veo, frente a mí, a un tipo joven, común, hasta buen mozo y bien vestido, con un maletín en la mano, trepando a la moto que allí estaba parada, oculta por la cabina del teléfono. El ladri se subió a la moto, como esos cowboys que corriendo se suben a un caballo desde atrás, con toda la cancha y práctica. Yo lo miré fijo, tratando de asimilar la secuencia en un segundo, y petrificada le grité, casi en su cara: Hijo de mil putaaaaassss, mientras mi vieja por fono me decía: Ayssss, qué palabras son esas, y yo intentaba explicarle que lo habían afanado a un hombre delante de mis ojos y que no había podido hacer nada. El chorro me clavó su mirada, como si nada, con un esbozo de sonrisa en su boca, y ambos se fueron a la merde. Les juro que es el día de hoy que no me puedo olvidar de ese momento, pensando en que le podría haber saltado encima, agarrarlo del cuello por detrás y tirarlo hacia el piso para así rescatar el maletín. Pero no, me quedé dura como una piedra pelotuda…

   Y por último, al día siguiente, cuando regresaba de dar una vuelta por el Cabildo, para relajarme un poco, antes de ir a mi clase con Dalmiro, al pasar frente a un policía – guardia, en la puerta del patio de entrada, por Irigoyen, al cana se le cae el silbato que tenía enganchado a una cadena, la que estaba revoleando de un lado al otro, con sus manos. Yo me agaché a levantárselo, lo miré frente a frente, y le dije: Que sea la última vez que se le cae el pito justo cuando paso…, juassssss, el tipo largó una carcajada, y yo seguí mi camino antes de que me cagara a trompadas. Menos mal que encontré a uno con buena onda, que si no, aún estaba en el calabozo del subsuelo del ex prostíbulo, ajaaaaaaaa, Ana C.



 
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